El enfermo mental espera respeto del profesional varios ejemplos


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EL ENFERMO MENTAL ESPERA RESPETO DEL PROFESIONAL. VARIOS EJEMPLOS.
MENTAL PATIENTS’S EXPECT RESPECT BY PROFESSIONALS. A FEW EXAMPLES.


Para citación: Gérvas J, Pérez Fernández M. El enfermo mental espera respeto del profesional. Varios ejemplos. Norte de salud mental. 2011 Vol IX (41) [en prensa].

Juan Gérvas y Mercedes Pérez Fernández, médicos generales, Equipo CESCA, Madrid

Resumen
Los pacientes con enfermedades mentales son personas por lo demás, y como tales merecen respeto y dignidad en su trato con los profesionales de la salud. Respeto, por ejemplo, para evitar su visión como simples “enfermos de”, para no despertar ni temor ni miedo, para ser valorados también en sus virtudes y habilidades, para ser tratados con cortesía y para ver respetados sus sentimientos. Sobre estos cinco ejemplos se hacen consideraciones que justifican la atención humana, científica y respetuosa tanto al paciente como a sus familiares.

Abstract
Patients with mental diseases are persons, apart from their illness. As persons they deserve respect and dignity in their relationship with health professionals. For example, respect no to be seeing as “patients of”, not to arouse fear, to highlight their virtues and skills, to be treated with courtesy and to respect their feelings. All these five examples are considered to justify a kind of care with patients and their relatives full of science, humanity and respect

Palabras clave
Relación profesional-paciente. Comunicación profesional-paciente. Derechos humanos. Salud mental. Dignidad y cortesía clínica.

Key words
Health professionals-patients relationship. Communication professional-patient. Human rights. Mental health. Clinical dignity and courtesy.

Introducción
La enfermedad mental se ha movido entre el rechazo y la adoración. Así, los enfermos mentales pueden haber sido vistos como mensajeros de los dioses, “tocados” por la divinidad y por ello acogidos, adorados y reverenciados, o, al contrario, “abducidos” por demonios y por ello rechazados, peligrosos y temidos, necesitados de exorcismo. Con los enfermos mentales van sus familiares pues el trastorno mental parece afectar al grupo y suele afianzar los lazos en la familia, como forma de proteger al miembro más débil, y ellos también han vivido el dilema rechazo-adoración.
No podemos definir con precisión qué sea enfermedad mental, pero gran parte de la enfermedad mental es cuestión puramente sociológica. Por ejemplo, si el consumo de alcohol (una conducta social) fuera considerado enfermedad mental, gran parte de la población española se vería incluida en esta categoría. No es un ejemplo al azar ya que la homosexualidad (una conducta sexual) fue considerada enfermedad mental hasta hace muy poco, y sometida a tratamientos farmacológicos peligrosos, y al rechazo social.
Lo que sea enfermedad mental depende, pues, de lo que se acepte como comportamiento “normal” en cada cultura. En la actualidad los médicos psiquiatras tienen gran poder para definir entidades como enfermedades, y así cabe etiquetar, por ejemplo, a las variaciones casi fisiológicas del ánimo como “trastorno bipolar”, o a los desánimos como “angustia”, o la inquietud de los escolares como “trastorno por déficit de atención con hiperactividad”, o las pérdidas de memoria de la ancianidad como “pre-Alzheimer“. Recibir tales etiquetas no es baladí pues conlleva un “reconocimiento social” de enfermedad mental, un tratamiento farmacológico y muchas cosas más, como inclusión en un grupo segregado, beneficios y perjuicios laborales y otros.
Una vez se tiene la etiqueta, cierta o falsa, médica o social, de enfermo mental, ¿qué esperan el paciente y sus familiares del profesional?

“No soy un esquizofrénico, sino un paciente con esquizofrenia”
El enfermo mental es persona con todos los derechos legales y morales. Merece por ello el máximo respeto. Su enfermedad es sólo una característica, no su esencia. Lo dicen muy bien algunos pacientes:
Soy una persona humana, doctor– dice mirando de medio lado el paciente que acaba de contar una alucinación auditiva.
Por supuesto, eres humano como todas las personas, pero además una bella persona- le responde el médico psiquiatra.
Tal diálogo es posible, pero no frecuente, por desgracia. Muchas veces los profesionales no reconocemos al paciente como portador de derechos, no se nos ocurre incluirlo entre las “bellas personas”. Muchas veces el pacientes es sólo un drogadicto, un esquizofrénico, un autista, un síndrome de Down, una depresiva, un bipolar, un Alzheimer…como si la enfermedad concediese ciudadanía y hubiera ciudadanos del Reino de la Esquizofrenía o del Marquesado de la Depresión, o de la República del Autismo, o del Condado de Alzheimer.
Lo dicen bien:
A veces parece que me domina el coco, éste que no controlo, pero yo soy yo, yo soy el que soy, sólo cambio un poco– dice un paranoico de su delirio.
Tú eres tú siempre. Un tú distinto y especial, un tú muy importante para la sociedad, para tus familiares y para los profesionales que te atendemos. Todos tenemos dentro “cocos” que no controlamos-contesta la enfermera.
Tal diálogo es posible, pero no es frecuente, por desgracia. Muchas veces los profesionales no reconocemos al individuo sino a su enfermedad. Pero la enfermedad no es más que un estado cambiante mal definido que cada paciente, cada familia, cada cultura y cada sociedad vive de una manera distinta.
No hay, pues, una República del Autismo con ciudadanos autistas, sino un niño con autismo y una familia en la que un niño tiene autismo. No hay enfermedades sino enfermos, como bien dijo el clásico. Los pacientes no se pueden “reducir” a su enfermedad. En el ejemplo anterior, el niño autista puede ser también un artista, puede ser un niño sensible (muy sensible), puede ser incluso un genio, puede ser un buen hermano, puede ser una bella persona. Tiene autismo, sí, pero no se reduce a “ser un autista”.

“No me temas, sólo soy un enfermo”
La enfermedad mental asusta muchas veces. No es sólo la agresividad de algunos enfermos mentales, sino el miedo atávico al “otro”, al que nos demuestra nuestra propia fragilidad, lo artificial de la “normalidad”. Pero si se respeta al paciente, el paciente suele respetarnos. Y cuando se respeta a una persona en pie de igualdad, no hay miedo ni temor en la relación.
Esa residente nueva me tiene miedo- dice un paciente adulto con síndrome de Down.
No es miedo de ti, es miedo de ella misma pues le falta de experiencia. Es nueva. Le da miedo saberse indefensa, no saber cómo reaccionar-responde la limpiadora.
Los enfermos mentales no son más peligrosos que los viandantes con los que nos cruzamos en la acera. Su mayor agresividad es contra ellos mismos. El miedo hay que tenerlo al suicidio, en que acaba más de un paciente con depresión, por ejemplo.
Por supuesto, la infrecuente agresión del paciente esquizofrénico que causa incluso muertos sale en todos los medios de comunicación. Se hacen eco de ese “tener miedo” social. Pero los enfermos mentales son sobre todo enfermos; es decir, personas frágiles, personas que se sienten amenazadas en sus expectativas vitales, personas desvalidas, personas doloridas, personas desconcertadas, personas confundidas, personas perplejas.
¿Cómo tener miedo al que sufre, si somos especialistas en el sufrimiento? ¿Qué otra cosa es la Medicina sino el arte y la ciencia de ayudar ante el dolor, de dar consuelo ante el sufrimiento mental y físico, de acompañar en la muerte? Cuadra mal el miedo al enfermo mental, que expresa falta de respeto y que lleva a que nos falten el respeto.
No me temas, ayúdame-grita el paciente oponiéndose a la camisa de fuerza.
Te ayudo, hermano, te ayudo. Me rompe el alma escucharte. Es sólo un momento, seré cuidadoso para no hacerte daño. Y si te hago daño es menos del que tú puedes hacerte a ti mismo-dice el técnico.
Tal diálogo es posible, pero no es frecuente, por desgracia. Al enfermo mental se le teme, y con el temor se le maltrata. A veces, incluso ni se le habla, ni se le explica, ni se le pide consentimiento. Se le teme, y basta.
El enfermo mental no lo entiende, se siente persona, quiere el trato que merece, no el que le dan a veces. El enfermo mental se siente frágil, desamparado y dolorido, nunca creería que puede causar miedo, y por ello le asombra nuestro temor. Tener miedo es perder el control pues lleva a reaccionar en exceso. Tener miedo rompe toda la confianza y anula las relaciones humanas. Tener miedo quita seguridad, impide la confianza. Donde hay miedo no hay cariño, ni afecto, ni empatía. Donde hay miedo no hay ni humanidad ni trato digno.

“Valórame, algo bueno tendré”
Los enfermos mentales son personas tan complejas como las normales (si se pudiera distinguir ambos grupos). Van del deseo de vivir al de morir, en tobogán. Tienen amor y odio, más de lo primero. Quieren sexo como quieren comer, a veces. Son inteligentes, pero no siempre se les nota. Quieren y a veces odian. Tienen ramalazos de santos, y de demonios. Tienen cultura, incluso siendo analfabetos.
Los enfermos mentales son tan complejos como los profesionales. Todos controlamos con dificultad nuestras contradicciones, todos somos a veces absurdos, con una lógica interna que nadie entiende (a veces, ni nosotros mismos). Pero todos tenemos un lado bueno, un “perfil” agradable. Sólo hay que quererlo ver, sólo hay que abrir el corazón.
¿Leyó la poesía que escribí?– pregunta ansiosa la paciente con anorexia.
La leí. Me emocionó como cuando leí las primeras poesías, de adolescente. Tienes que cultivarte, tienes que leer a otros poetas. Si puedes, deberías ir a alguna lectura de poesías. Entra en Internet, que hay grupos. Ya lo comentaré con tus padres– contesta la médico psiquiatra.
Tal diálogo es posible, pero no es frecuente, por desgracia. Las poesías de los pacientes son muchas veces como las nuestras, de poca calidad. Sin embargo, les permiten expresarse, y siempre cabe el mejorar. En esas pequeñas cosas ponemos grandes ilusiones; puede ser una poesía, un cuadro, un chal de punto, cualquier cosa que transmite lo que a veces no sabemos decir de otra manera.
Los pacientes siempre tienen al menos una virtud, una habilidad, una capacidad, una gracia, una aptitud, una maña, o un ingenio. Es cuestión de querer verlo, es cuestión de abrir el corazón. Valorar la parte buena provoca más bondad. Valorar una habilidad nos hace habilidosos. Valorar una capacidad nos hace competentes. Valorar las virtudes de un paciente lo hace virtuoso.
Lo bueno de nosotros es un diamante en bruto, conviene pulirlo. Los pacientes agradecen ese reconocimiento y esa valoración de su parte positiva. No todo son problemas, no todo son disgustos, no todo son dificultades. El paciente mental ya sabe que a veces “pisa la raya”, ya sabe que tiene un comportamiento que crea problemas sociales y de convivencia, pero también se sabe minusvalorado, como si fuera un diamante que no valiera la pena pulir. Nadie es enteramente un problema, nadie es enteramente malo, nadie es enteramente despreciable. Todos somos mezclas, combinaciones únicas de bondad y maldad. Y cuando estamos enfermos, cuando perdemos nuestra seguridad, conviene que los profesionales sepan apreciar lo que de buenos, ingeniosos y habilidosos tenemos todos.
Las familias de los enfermos mentales también tienen cosas buenas. No son “una panda de tarados”. Tienen un problema de salud, con un miembro enfermo, pero si se explora un poco en cada familia hay también de qué admirarse, a veces del propio cuidado amoroso del enfermo, y conviene identificarlo, reconocerlo y valorarlo. Los familiares son aliados de los profesionales, y los aliados se estiman, se aprecian y valoran lo que de bueno tienen en común y por separado.

“Trátame con cortesía”
No hay lugares elegantes, sino personas que lo son. Da lo mismo estar en un palacio o en una chabola, en planta en el hospital, en urgencias o en un centro de salud. La cortesía abre las puertas y los corazones. Recibir de pie en la puerta del despacho con un estrechón de mano, con una sonrisa y presentándonos hace que los pacientes pasen a otro “plano”. Al plano del profesional educado. Cabe imaginar que tal trato no es frecuente, por ejemplo con un drogadicto descuidado, sucio y mal oliente
¡Parece que te la coges con papel de fumar, señorita! ¡Ni que fuera yo un mandamás! ¡Si soy sólo basura!– dice el drogadicto.
Eres sagrado como persona. Eres capaz de lo sublime y de lo infame. Te mereces toda mi consideración. ¡Pero saca ya tu mano de mi bolso, por favor, que el monedero lo dejo en la taquilla!”– responde la psicólogo.
Tal diálogo es posible, pero no es frecuente, por desgracia. La cortesía en el trato es una forma de consideración. Es una forma de expresar el respeto que nos debemos a nosotros mismos y a nuestros pacientes. Pero hemos visto incluso lo contrario, por ejemplo, en urgencias, con esos pacientes tipo alcohólico y vagabundo, sucio y maloliente.
El enfermo mental puede llegar a perder su “humanidad”, como en algunos manicomios, o en otros lugares de encierro, pero también en la calle, cuando se convierte en vagabundo y corre peligro de muerte (de ser asesinado en nombre de ideologías de extrema derecha, o de simple orgía de violencia). Pero el paciente siempre es humano, siempre merece el trato cortés. Cortesía no implica distancia, y muchas veces el “usted” es mucho más democrático que el “tú”. Preguntarle al paciente cómo quiere ser llamado no cuesta nada: Don Pepe, José, Sr. García, Pepito,…¿tanto cuesta dar ese gusto, hacerle ver al paciente que sigue mereciendo un trato digno y cortés? Lo cortés no quita lo valiente, dice el refrán, y lo cortés no impide el buen trabajo clínico. Las cosas se pueden pedir por favor con más persuasión que si se “mandan”.
Por ejemplo, no puede haber en la consulta personas extrañas (estudiantes y residentes) sin que se pida el consentimiento al enfermo y a los familiares. Lo mismo si el paciente está ingresado que en urgencias o en el ambulatorio o centro de salud. Por lo mismo, las interrupciones por llamadas de teléfono y otras también son faltas de cortesía, y rompen la dinámica del encuentro profesional-paciente.
El trato exquisito ayuda a mejorar las relaciones, especialmente si sabemos adaptar la cortesía a la cultura del paciente. Las normas de buenas costumbres son distintas en regiones y países distintos, y conviene saberlo. Por ejemplo, no cuesta nada aprender las fórmulas más habituales de bienvenida y despedida en otros idiomas, si hay pacientes extranjeros.
La cortesía no es sólo etiqueta, sino formulación cuidadosa de preguntas, por ejemplo, para no ofender ni molestar innecesariamente.
La cortesía se aplica al paciente y a sus familiares. Por ello es fundamental, por ejemplo, un tiempo y un lugar acogedor para transmitir noticias importantes (a evitar que se haga en un pasillo desangelado, de pie y con prisas). Es tan simple como presentarse apropiadamente, especialmente cuando se trata de un nuevo profesional.
Medicina basada en la cortesía, tan importante como medicina basada en pruebas científicas.

“Respeta mis sentimientos”
A lo biológico e intelectual se le suma lo sentimental, en los enfermos y en lo sanos. Dada la fragilidad que conlleva la enfermedad es esperable encontrar sentimientos a flor de piel en los enfermos mentales. A veces no los expresan, pero hay que verlos. Verlos es visualizarlos para vibrar con ellos.
Me gusta Marta– dice, apocado y pícaro, un adolescente con síndrome de Down.
¿Te has dado cuenta de lo que vale? ¡Es la chica más buena de la clase, y muy inteligente! Pero en estas cosas tienes que ser delicado, que los varones sois muy brutos- le contesta la maestra de educación especial.
Los enfermos mentales también aman. Aman en todos los sentidos, de amor entre sexos y con propósitos sexuales, de amor de amistad y cariño, y de amor de familia y unión. Es natural.
Los sentimientos superan las barreras de la enfermedad. Por ello pueden abrirnos el alma del que sufre, y llegar a lo más íntimo, más allá del deterioro cognitivo. Al respetar las emociones, al tratar dignamente los sentimientos, el profesional reconoce al enfermo como persona, como ser más allá de su enfermedad, que no todo anula.
Te quiero– dice el niño autista sin hablar ni mirar a los ojos, al seleccionar un corazón, despegarlo y pegarlo en la página donde se adhiere.
Yo también te quiero mucho– le responde el profesor, en voz alta, y mientras dibuja en la pizarra un inmenso corazón.
Tales diálogos son posibles, pero no muy frecuentes, por desgracia. En muchos casos pareciera que el paciente no pudiera tener sentimientos, o que siempre son negativos. Sin embargo, los enfermos mentales son un manojo de sentimientos (como los sanos) que merecen respeto y consideración. Pueden ir del amor platónico al físico, casi tan irracionalmente como los sanos, y merecen el mismo respeto que estos. Los sentimientos expresan emociones y se traducen en sonrisas y lágrimas, en cambios de humor, en actitudes corporales, en formas de arreglo personal y más.
Hay sentimientos de agrado y de desagrado y todos conviene respetar. Con ellos expresamos lo más hondo, pues muchas veces no los podemos controlar. Al respetar los sentimientos, el profesional permite que el enfermo se exprese tal cual es. Conviene aceptar esas formas de ser y respetar la singularidad que expresan.
En la fragilidad del ser enfermo mental los sentimientos conviene tratarlos con gran delicadeza, con respeto exquisito. Como no suele ser así, los pacientes terminan por expresar sólo los sentimientos negativos y de desagrado, para evitar sufrir más.
No quiero tomar esas pastillas. No me gustan. Me “cambian”. No las tomaré- dice el niño con “trastorno por déficit de atención con hiperactividad”.
Hablaré con tus padres y con el médico. A lo mejor podemos descansar algunos días y ver cómo te sientes. A lo mejor puedes dejar de tomar los medicamentos-responde la psicólogo del colegio.
Los sentimientos se refieren a todas las esferas de la vida, también existen ante las pautas terapéuticas. Hay quien prefiere pastillas, quien inyecciones, quien jarabes, quien sobres, quien nada. Para analizar esos sentimientos primero hay que reconocerlos y después respetarlos. Cada paciente tiene sus valores y su “mundo interior”, sus expectativas de vida y sus frustraciones e ilusiones; mucho de ello se expresa en sentimientos.
Estás preciosa. Estás guapísima. Te quiero. Me alegra muchísimo que hayas venido a verme. Estás preciosa. Estás guapísima. Te quiero. Me alegra muchísimo que hayas venido a verme-repite y repite la enferma con Alzheimer.
Me he puesto guapa para que me vea. Fíjese en el brillo de mis ojos, y en la pintura de labios. Sé que le gusta que me arregle. Así, cuando está contenta, es más fácil explorarla-dice la médico de cabecera en su visita a domicilio, sin estar segura de que la enferme exprese “sentimientos reales”, pero práctica al comprobar su efecto cierto en la mayor colaboración de la paciente.
Nunca sabremos qué hay dentro de nadie, ni de nosotros mismos, en realidad. Pero los pacientes con enfermedades mentales no son excepción entre los humanos, y ellos también sienten y padecen, también se emocionan y conmueven.
Con los familiares sucede lo mismo. La enfermedad mental y lo que la rodea no es algo “neutro” sino por el contrario, algo fuerte, controvertido, que crea y mueve pasiones. La familia tiene sentimientos, no homogéneos ni constantes (igual que los enfermos y los sanos), y hay que identificarlos, reconocerlos y respetarlos.

Conclusión
Los enfermos mentales merecen el respeto debido a toda persona. Son individuos con expectativas vitales, con vida interior, con sentimientos, con valores, con virtudes y vicios, con frustraciones, con esperanzas. Los enfermos mentales quieren ser amados y respetados, como todos los demás seres humanos. No deberíamos reducirlos a habitantes de reinos de taifas, ciudadanos de la República del Autismo, por ejemplo.
¿Sabes, hermano? Es la primera vez en mi vida de enfermo que me tratan como a un ser humano- confiesa un paciente adulto con esquizofrenia desde la adolescencia, en el hospital donde le han ingresado por tetraplejia por compresión medular (tras el error diagnóstico de considerar todos los síntomas “quejas infundadas”).
……….- emocionado, con lágrimas, el hermano no contesta nada, le estrecha fuertemente, y se arrepiente de ser médico.
No hablamos desde la teoría sino desde la práctica.
Por supuesto, conocemos personalmente a muchos profesionales de salud mental que son ejemplo de humanidad y ciencia. Pero son pocos los pacientes que se encuentran con tales profesionales. En muchas ocasiones lo que viven los enfermos mentales es la falta de respeto, el trato frío y distanciado, a veces incluso inhumano y degradante.
Sabemos que la comunicación amable, cálida, digna, empática, respetuosa y serena con el paciente tiene impacto positivo en su salud y genera seguridad, y eso reclamamos para el paciente con enfermedad mental.
Son muchos los enfermos mentales que tienen retrasos graves en el diagnóstico y tratamiento de sus enfermedades orgánicas, desde cáncer a compresión medular o tuberculosis. Ello es indicador, en nuestra opinión, de la “cosificación” del paciente, de su inclusión y encierro virtual en los distintos reinos de taifas mentales.
Con este texto reivindicamos al enfermo mental como persona, con su dignidad, identidad, integridad, bienestar y libertad.

Referencias
Federación Mundial de la Salud Mental. Declaración de Luxor sobre los Derechos Humanos para los Enfermos Mentales [en línea]. 1989. Disponible en Web:

http://www.dinarte.es/salud-mental/pdfs/declara.pdf


-Bültaingslöwon J, Eliassen E, Sarvimäki A, Mattson B, Hjortdahl P. Patients’s
views in interpersonal continuity in primary care: a sense of security based on four core foundations. Fam Pract. 2006;23:210-19.

-Gérvas J. Trastornos mentales menores en atención primaria. La visión de un antropólogo marciano. Escuela Médica. 2009; 22: 25-9. Y también publicado en: Trastornos mentales comunes: manual de orientación. Retazola A. (coordinador). Madrid: Asociación Española Neuropsiquiatría; 2009. p. 341-50.

– Gérvas J, Pérez Fernández M, Gutierrez Parres B. Consultas sagradas: serenidad en el apresuramiento. Aten Primaria. 2009; 41: 41-44.

Better Evidence about Screening for Lung Cancer


Harold C. Sox, M.D.

June 29, 2011 (10.1056/NEJMe1103776)

In October 2010, the National Cancer Institute (NCI) announced that patients who were randomly assigned to screening with low-dose computed tomography (CT) had fewer deaths from lung cancer than did patients randomly assigned to screening with chest radiography. The first report of the NCI-sponsored National Lung Screening Trial (NLST) in a peer-reviewed medical journal appears in this issue of the Journal.1
Eligible participants were between 55 and 74 years of age and had a history of heavy smoking. They were screened once a year for 3 years and were then followed for 3.5 additional years with no screening. At each round of screening, results suggestive of lung cancer were nearly three times as common in participants assigned to low-dose CT as in those assigned to radiography, but only 2 to 7% of these suspicious results proved to be lung cancer. Invasive diagnostic procedures were few, suggesting that diagnostic CT and comparison with prior images usually sufficed to rule out lung cancer in participants with suspicious screening findings. Diagnoses of lung cancer after the screening period had ended were more common among participants who had been assigned to screening with chest radiography than among those who had been assigned to screening with low-dose CT, suggesting that radiography missed cancers during the screening period. Cancers discovered after a positive low-dose CT screening test were more likely to be early stage and less likely to be late stage than were those discovered after chest radiography. There were 247 deaths from lung cancer per 100,000 person-years of follow-up after screening with low-dose CT and 309 per 100,000 person-years after screening with chest radiography.
The conduct of the study left a little room for concern that systematic differences between the two study groups could have affected the results (internal validity). The groups had similar characteristics at baseline, and only 3% of the participants in the low-dose CT group and 4% in the radiography group were lost to follow-up. However, there were two systematic differences in adherence to the study protocol. First, as shown in Figure 1 of the article, although adherence to each screening was 90% or greater in each group, it was 3 percentage points lower for the second and third radiography screenings than for the corresponding low-dose CT screenings. Because more participants in the radiography group missed one or two screenings, the radiography group had more time in which a lung cancer could metastasize before it was detected. Second, participants in the low-dose CT group were much less likely than those in the radiography group to have a diagnostic workup after a positive result in the second and third round of screening (Table 3 of the article), which might have led to fewer screening-related diagnoses of early-stage lung cancer after low-dose CT. The potential effect of these two differences in study conduct seems to be too small to nullify the large effect of low-dose CT screening on lung-cancer mortality.
The applicability of the results to typical practice (external validity) is mixed. Diagnostic workup and treatment did take place in the community. However, the images were interpreted by radiologists at the screening center, who had extra training in the interpretation of low-dose CT scans and presumably a heavy low-dose CT workload. Moreover, trial participants were younger and had a higher level of education than a random sample of smokers 55 to 74 years of age, which might have increased adherence to the study protocol.2
Overdiagnosis is a concern in screening for cancer. Overdiagnosis occurs when a test detects a cancer that would otherwise have remained occult, either because it regressed or did not grow or because the patient died before it was diagnosed.3 In a large, randomized trial comparing two screening tests, the proportion of patients in whom cancer ultimately develops should be the same in the two study groups. A difference that persists suggests that one test is detecting cancers that would never grow large enough to be detected by the other test. Overdiagnosis is a problem because predicting which early-stage cancers will not progress is in an early stage of development,4,5 so that everyone with screen-detected cancer receives treatment that some do not need. Overdiagnosis biases case-based measures (e.g., case fatality rate) but not the population-based measures used in the NLST.
Overdiagnosis probably occurred in the NLST. After 6 years of observation, there were 1060 lung cancers in the low-dose CT group and 941 in the radiography group. Presumably, some cancers in the radiography group would have been detectable by low-dose CT but grew too slowly to be detected by radiography during the 6.5 years of observation. The report of the Mayo Lung Project provides strong evidence that radiographic screening causes overdiagnosis of lung cancer.6 At the end of the follow-up phase in the Mayo study, 46 more lung cancers were diagnosed in the group screened with radiography and sputum cytologic analysis than in the unscreened group. This gap did not close, as would be expected if undetected cancers in the unscreened group continued to grow; the gap grew and then leveled off at 69 additional lung cancers in the screened group at 12 and 16 years. The Mayo study shows that 10 to 15 additional years of follow-up will be necessary to test the hypothesis that low-dose CT in the NLST led to overdiagnosis. If the difference in the number of cancers in the two groups of the NLST persists, overdiagnosis in the low-dose CT group is the likely explanation.
The incidence of lung cancer was similar at the three low-dose CT screenings (Table 3 of the article), which implies that a negative result of low-dose CT screening did not substantially reduce the probability that the next round would detect cancer. Lung cancer was also diagnosed frequently during the 3 years of follow-up after the third low-dose CT screening. Apparently, every year, there are many lung cancers that first become detectable that year. This observation, together with the overall NLST results, suggests that continuing to screen high-risk individuals annually will provide a net benefit, at least until deaths from coexisting chronic diseases limit the gains in life expectancy from screening.
The NLST results show that three annual rounds of low-dose CT screening reduce mortality from lung cancer, and that the rate of death associated with diagnostic procedures is low. How should policy makers (those responsible for screening guidelines, practice measures, and insurance coverage) respond to this important result? According to the authors, 7 million U.S. adults meet the entry criteria for the NLST,1 and an estimated 94 million U.S. adults are current or former smokers. With either target population, a national screening program of annual low-dose CT would be very expensive, which is why I agree with the authors that policy makers should wait for more information before endorsing lung-cancer screening programs.
Policymakers should wait for cost-effectiveness analyses of the NLST data, further follow-up data to determine the amount of overdiagnosis in the NLST, and, perhaps, identification of biologic markers of cancers that do not progress.4,5 Modeling should provide estimates of the effect of longer periods of annual screening and the effect of better adherence to screening and diagnostic evaluation. Systematic reviews that include other, smaller lung-cancer screening trials will provide an overview of the entire body of evidence. Finally, it may be possible to define subgroups of smokers who are at higher or lower risk for lung cancer and tailor the screening strategy accordingly.
Individual patients at high risk for lung cancer who seek low-dose CT screening and their primary care physicians should inform themselves fully, and current smokers should also receive redoubled assistance in their attempts to quit smoking. They should know the number of patients needed to screen to avoid one lung-cancer death, the limited amount of information that can be gained from one screening test, the potential for overdiagnosis and other harms, and the reduction in the risk of lung cancer after smoking cessation. The NLST investigators report newly proven benefits to balance against harms and costs, so that physicians and patients can now have much better information than before on which to base their discussions about lung-cancer screening.
The findings of the NLST regarding lung-cancer mortality signal the beginning of the end of one era of research on lung-cancer screening and the start of another. The focus will shift to informing the difficult patient-centered and policy decisions that are yet to come.
Disclosure forms provided by the author are available with the full text of this article at NEJM.org.
This article (10.1056/NEJMe1103776) was published on June 29, 2011, at NEJM.org.

SOURCE INFORMATION

From the Department of Medicine and the Dartmouth Institute, Dartmouth Medical School, West Lebanon, NH.

REFERENCES

  1. 1
    The National Lung Screening Trial Research Team. Reduced lung-cancer mortality with low-dose computed tomographic screening. N Engl J Med 2011. DOI: 10.1056/NEJMoa1102873.
  2. 2
    Baseline characteristics of participants in the randomized National Lung Screening Trial. J Natl Cancer Inst 2010;102:1771-1779
    CrossRef | Web of Science | Medline
  3. 3
    Welch HG, Black WC. Overdiagnosis in cancer. J Natl Cancer Inst 2010;102:605-613
    CrossRef | Web of Science | Medline
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    CrossRef | Web of Science | Medline
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    CrossRef | Web of Science | Medline

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